viernes, 8 de mayo de 2020

SABORES DE ANTAÑO


  

 
Una rutina que no se traduce en familiaridad, pues deambulamos ajenos a cuanto representan. Sin embargo, una simple mirada a su toponimia sirve para adentrarnos en la urdimbre de su historia.

Las calles de la ciudad constituyen el dédalo por el que discurre buena parte de nuestra existencia.
Dejando a un lado a las que se vieron sometidas a la perniciosa “resemantización” derivada de los avatares políticos, todavía perviven algunas con su denominación original. Una designación que hacía mención a los artesanos asentados en ella, al vecino que había destacado por algún motivo, por tener acomodo en ella un representante del poder, por albergar un edificio singular… Son varios los ejemplos que existen en Zafra, pero en esta ocasión nos ocuparemos de la calle Pasteleros. 

Desde las postrimerías de la Edad Media, Zafra fue cobijando a un mayor número de artesanos de todo tipo. Su presencia no era sino un testimonio más del dinamismo de la villa. Entre estos no podían faltar los dedicados al arte de la repostería. Pasteleros y confiteros daban en sus tiendas cumplida satisfacción a una heterogénea y golosa clientela, que acudía al reclamo de los efluvios procedentes de los frutos y frutas engolfadas en azúcar y aromatizadas, para deleite de su paladar y bienestar del ánimo.

La variedad de productos respondía tanto al buen quehacer del maestro como a su diversa procedencia. No obstante, también los hubo que recalaron impelidos por las circunstancias, como atestigua lo sucedido a Juan González. 

Era este un morisco que se estableció en Zafra como consecuencia de la política de dispersión emprendida por Felipe II a raíz de la sublevación de Las Alpujarras a finales de la década de 1560. Los pocos datos biográficos que de él nos han llegado parecen confirmar que, a diferencia de otros coterráneos, tuvo la fortuna de no sufrir esclavitud. El goce de libertad le permitió ejercer una profesión en la que los de su religión eran expertos. 

Asentado en la calle Pasteleros, su habilidad se decantó por algo menos complejo que la pastelería y la bizcochería: la confitería. Para sus elaboraciones, como señala Covarrubias en su obra, utilizaban primordialmente frutos secos, a los que añadían una cobertura de azúcar. Para nuestro goce se ha conservado un inventario de lo que Juan González elaboró a lo largo de 1585. Así, encontramos que en su confitería se podían adquirir dátiles, tallos de lechuga sin azúcar, calabazate en almíbar, almendras, secas o azucaradas, y peladillas. También confituras surtidas: de cilantro fino, de almendra, rajadillos finos (almendras rajadas y bañadas en azúcar), grageas de anís, melcocha de azúcar (pasta compuesta principalmente de azúcar), canelones (confite largo que tiene dentro una raja larga de canela o acitrón). Sin olvidar  los mazapanes y bizcochos.



No sabemos durante cuánto tiempo nuestro confitero siguió ejerciendo su arte en Zafra. O si la muerte le llegó antes de la oprobiosa expulsión de los de su minoría tres décadas después. Lo que sí es seguro que buena parte de los sabores de aquella época no se han perdido, gracias, entre otros, a las obras de cocineros como Francisco Martínez Montiño o Juan de la Mata. 

Así pues, cada vez que degustamos una de estas chucherías debemos saber que estamos saboreando algo más que azúcar, estamos rememorando gustativamente el pasado.

Tomado de José María Moreno González. "Sabores de antaño". Madreselva, número 2, mayo, 2014

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